En las organizaciones actuales es posible encontrar curiosas paradojas: efectividad junto a grandes dosis de malestar; especialización técnica en entornos de trabajo tomados por la desconfianza; altas posibilidades tecnológicas y de recursos acompañados de desmotivación, pesimismo y resignación. ¿Cuánto podría incrementarse esa efectividad si el entorno emocional fuera otro?
Resulta habitual encontrar equipos de trabajo altamente competentes en lo técnico, que sin embargo presentan falta de confianza entre sus miembros, lo que hace difícil la coordinación de acciones. Personas que sufren por su incapacidad de ser escuchadas, por su dificultad para reclamar o su dificultad para reconocer el trabajo de otros. Los resentimientos generan una cultura del rumor, o actitudes de resignación que hacen imposible aprovechar las oportunidades que ofrece el futuro.
Junto a lo anterior, la capacidad de aprendizaje se ha convertido en una habilidad fundamental para la innovación y adaptación, considerando el cambio permanente que se vive en las organizaciones. Pero hoy sabemos que no es suficiente la mera declaración de que queremos cambiar, para que el cambio se produzca. ¿Cuáles son los enemigos que nos impiden aprender?
Generar compromiso en los equipos de trabajo requiere de habilidades de inteligencia emocional y corporal que el management tradicional no ha desarrollado. Lo mismo sucede con la posibilidad de contagiar entusiasmo por el futuro, de un modo que permita tener capacidad de reacción ante las permanentes emergencias y crisis que se presentan. Como dice Julio Olalla, nuestro mentor en el camino del coaching: “vivimos llenos de respuestas para preguntas que nunca nos hemos hecho”.
Desde el coaching ontológico creemos que muchos problemas de efectividad que enfrenta el mundo de las organizaciones, está relacionado con dificultades en la forma de relacionarnos con otras personas y coordinar acciones con ellas. Pero las acciones que cada persona realiza y los resultados que obtiene dependen del tipo de observador que es: es decir, de cómo se ve a si mismo y a su medio ambiente.
La manera en que vivimos, lo que hacemos y lo que sentimos tienen directa relación con nuestro particular modo de percibir e interpretar a nuestro entorno, a lo que nos rodea y sobre todo, a nosotros mismos. A su vez, esas percepciones se basan en nuestras creencias y valores, en las conversaciones que tenemos con otras personas, las emociones que experimentamos, nuestra corporalidad y las diversas redes en las que participamos.
Para que se produzcan cambios internos en el funcionamiento de una organización, es necesario que quienes la integran aprendan a pensarse de una manera diferente, abriendo el campo para nuevas posibilidades de acción.
Ese camino de aprendizaje, entonces, llevará a una profunda y real transformación: primero de las personas, y luego de las organizaciones que éstas forman.