Hace unos días Heritage Foundation junto al Wall Street Journal publicó el tan ansiado Indice de Libertad Económica, que intenta medir y por ende clasificar a los países según el grado de autonomía económica que detentan. El mismo se elabora bajo la premisa de que la libertad económica se concibe como el derecho fundamental de todo ser humano a controlar su propio trabajo y propiedad. Es decir, en una sociedad económicamente libre, los individuos pueden desarrollar sin restricciones su actividad laboral y productiva, así como tomar sus decisiones de consumo e inversión. Dicha libertad debe estar garantizada por el Estado e impedir que la misma afecte a los derechos de terceros, pero sin restricciones ni mayor intervención por parte del mismo.
Ahora bien, con solo leer el leit motiv del índice y la fundamentación ideológica del mismo, es alarmante que la realidad argentina se encuentre en un camino certeramente contrario. De hecho, los resultados del índice para la edición 2014 así lo demuestran. Concretamente, Argentina se encuentra en el puesto 166 de 178 economías clasificadas, con una puntuación de 44.6, estando de ese modo entre los últimos 15 lugares del ranking y retrocediendo 6 posiciones en relación al año pasado. Peor aún, si se considera el ranking regional, el país quedó 27 entre los 29 países considerados, sólo por debajo de Venezuela (175) y Cuba (177).
Lo lamentable es que ya no sorprende que Argentina se encuentre dentro de los países clasificados como “represivos”, económicamente hablando. A juzgar por los hechos, las distintas medidas económicas que se vienen implementando a lo largo de los últimos años no hacen más que avalar semejante deterioro en el laissez faire. De hecho, el mismo informe de Heritage Foundation señala que hay un marcado declive en lo que concierne a la libertad de inversión, libertad de negocios, mercado laboral y en la gestión del gasto público.
Concretamente, las restricciones para la compra de dólares, las trabas impuestas a las importaciones bajo la proclamada protección de la industria nacional, los controles de precios, el ineficiente sistema de subsidios que desde hace años vienen provocando una distorsión de precios relativos sin igual y demás medidas de talla intervencionista, han signado la agenda económica de la década kirchnerista. Obviamente, todo el anclaje estatal ha traído profundas consecuencias, tales como una inflación que ronda el 25% anual (y con pronóstico de que se acelere en los próximos días dada la fuerte devaluación del peso), una economía estancada y que no supo volver a los valores de crecimiento experimentado años atrás en pleno auge económico, recuperación de déficits gemelos en el 2013 así como un fuerte gasto público y por ende emisión monetaria. De lo anterior, lo más preocupante es que la inversión -motor necesario de todo crecimiento y desarrollo económico- se ha visto disuadida en el marco de una profunda crisis institucional y de la falta de certidumbre general.
Evidentemente, en estos momentos es cuando se debe tomar conciencia del fracaso que implica sostener un modelo intervencionista a cuestas, con los innumerables desaciertos en materia de regulaciones y restricciones cuyas consecuencias están socavando a toda la sociedad. En definitiva, el simple hecho de que Argentina se posicione detrás de Islas Salomón y por encima de Chad (país de África Central) en el ranking general del índice, es por demás elocuente y más si se tiene en cuenta que la principal característica para dichas jurisdicciones es el nivel de corrupción prevaleciente, panorama nada lejano al que sucumbe Argentina hoy.