El cerebro responde de un modo diferente a las historias que se comparten luego que a las que no lo hacen.
Una de las grandes obsesiones de las marcas es convertirse en viral. Es uno de esos elementos que buscan de forma recurrente y que piden una y otra vez a sus responsables de comunicación y a sus expertos en redes sociales. El interés por los virales tiene una explicación clara, o casi se podría decir que varias. Por un lado, que algo se convierta en viral suele acabar implicando que ese contenido salte a los medios de comunicación tradicionales, que lo convierten en noticia. Por otro, la viralidad suele implicar un elevado engagement, ya que los propios consumidores / receptores de estos contenidos suelen no solo verlos/leerlos una y otra vez sino también compartirlos de forma masiva. Y, finalmente, las compañías sienten que este tipo de contenidos acaban implicando que se hable mucho más de ellos y que se les conozca, de forma derivada, mucho más.
Lo cierto, sin embargo, es que convertirse en viral, a pesar de los deseos de las compañías y de sus directivos, está bien lejos de ser sencillo. Se podría decir, de hecho, todo lo contrario. Hacer que un contenido se convierta en viral es especialmente complicado y complejo y supone trabajar mucho y comprender muchas cosas. Varios han sido los estudios que han analizado qué es lo que hace que un contenido sea viral y qué es lo que no lo hace y se han llegado a variadas conclusiones.
A la hora de lanzar un contenido y conseguir que este se viralice, hay que trabajar en varios terrenos y en varios elementos. Hay que vigilar el impacto que tendrá a nivel emocional (las emociones son clave para comprender qué se convierte en viral y qué no), trabajar muy bien el storytelling de lo que se está diciendo o escoger el mejor momento para lanzarlo y los mejores canales para lograr que los consumidores lo descubran y lo compartan.
Pero, además de todas estas cuestiones, los virales tienen que enfrentarse a otros elementos, elementos que no siempre el equipo de marketeros responsable de crearlos puede controlar. De hecho, el cerebro de los consumidores es un elemento crucial que marca lo que ocurre y lo que no en este terreno. El cerebro, como acaba de demostrar un estudio, responde de forma diferente a los virales (aunque comprender por qué algo funciona y por qué no lo hace puede ayudar a orientar las cosas hacia donde se quiere que vayan).
Según las conclusiones de un estudio que acaba de publicarse en Proceedings of the National Academy of Sciences, el cerebro responde de un modo diferente a las historias que se comparten luego que a las que no lo hacen. Los investigadores analizaron lo que pasaba por la mente de varios sujetos con resonancia magnética mientras estos se enfrentaban a varios titulares e historias de The New York Times, tal y como recogen en Mashable, para determinar por qué unas eran compartidas luego y otras no. Las áreas del cerebro que registraban más actividad eran diferentes cuando se enfrentaban a las historias que luego compartían que a las que no. Los virales activaban el área del cerebro que se asocia al valor y a la recompensa.
Es decir, ¿por qué se comparte un viral? A todas las cosas que los estudios han ido descubriendo a lo largo de los últimos tiempos hay que sumar el cómo los usuarios sienten que esto les va a afectar. Esto es, se comparten aquellas cosas que se siente que van a hacer que los demás lo vean a uno de forma mucho más favorable o que permitirán conectar con los demás de un modo mucho más positivo.
Si no me compensa, no lo comparto
En realidad, esta cuestión no es exactamente nueva. Cualquier persona que haya trabajado en un medio online podría señalar algo similar: ciertos contenidos suelen funcionar mejor en las redes sociales porque ayudan a crear una cierta imagen de quienes los comparten. Lo que añade el estudio de nuevo es que esa apreciación se ha confirmado de forma científica. Es decir, ya no es que sea lo que se piensa que puede pasar, sino que la neurociencia ha demostrado que es lo que realmente funciona.
Los expertos responsables del estudio han incluso acuñado un término para señalar lo que ocurre: es la value-based virality, la viralidad basada en el valor. Esto ocurre a todos los niveles. Aunque los usuarios partan de valores diferentes a la hora compartir un contenido (que si el humor, que si el transmitir información, por ejemplo), el cerebro hace el mismo proceso sin que en realidad el usuario sea consciente. Lo que calcula rápidamente cuando se enfrenta a un contenido es el impacto en términos de valor que tendrá para uno mismo el compartirlo.
Lo curioso es que, a pesar de todo ello, en ocasiones los propios usuarios se autocensuran: su parte consciente censura a su parte subconsciente. Puede que su cerebro se haya iluminado ante ciertos contenidos, lo que implicaría el interés por compartirlo, pero al final en la decisión consciente no se hace. Esto ocurre porque en ocasiones, especulan los expertos, no queremos reconocer que estamos realmente interesados en un tema.
Fuente: Puro Marketing