La Responsabilidad Social Empresaria es, quizá, uno de los conceptos más hondo han calado en los últimos años en el mundo de las organizaciones. Casi no existe sitio web corporativo que no tenga una sección donde se afirme el “compromiso de la organización con el crecimiento sustentable y el bienestar de la comunidad”.
De hecho, queda “antipático” escribir: “nuestra única misión es maximizar el retorno de los accionistas”.
Pero, ¿cuándo surgieron las preocupaciones por la RSE?
Si bien desde siempre han existido condicionamientos sociales y juicios éticos sobre el accionar de las corporaciones, todo esto se presentaba de una forma relativamente aislada hasta el libro “Strategic Management: A Stakeholder Approach” (1984) de Edward Freeman.
Con la irrupción del “stakeholder approach”, se empezó a considerar que las empresas tienen obligaciones no sólo hacia sus accionistas, sino también hacia otros grupos de interés como el gobierno, los sindicatos, las comunidades locales, y el público en general.
No obstante, no todos están de acuerdo con este enfoque. El Premio Nobel de Economía Milton Friedman encarna la posición anti RSE, con el lema “the business of business is business”.
Desde su perspectiva, una corporación no tiene ni debe tener ninguna responsabilidad hacia la sociedad. Su única responsabilidad es maximizar el retorno hacia sus accionistas, en cumplimiento con las leyes vigentes en el país donde opera. De esta forma, cualquier iniciativa que no tenga, como fin último, maximizar los resultados financieros, es una estafa a los accionistas.
Como en la dialéctica hegeliana de tesis-antítesis-síntesis, una vez planteadas las dos posiciones iniciales, surgió una tercera postura que pretende conciliar el “stakeholder approach” con el “shareholder approach”, y que se resume en el eslogan “la ética es buen negocio”. El artículo “What is the business of business?” (2005) de Ian Davis, CEO de la consultora McKinsey & Co., asume este enfoque, presentando las ventajas de la ética en términos de retornos a los accionistas.
No obstante, desde mi perspectiva, esta tercera posición “de compromiso” no presenta novedad alguna sobre lo que los empresarios y ejecutivos siempre han sabido por experiencia propia.
Mantener buenas relaciones con los grupos de interés vinculados con la empresa es potencialmente más rentable que tener malas relaciones con ellos. Tener una buena reputación es más rentable que tener una mala reputación. Si somos considerados con los consumidores y respetuosos con los empleados, tendremos clientes fieles y empleados leales. Si somos cuidadosos con el medio ambiente tendremos menos problemas legales y mayor prestigio.
Y, todo esto nos permitirá tener, probablemente, mejores resultados financieros.
Por lo tanto, al menos a mi juicio, la “tercera posición” (que también fue desarrollada por Michael Porter en su artículo de Harvard Business Review “Strategy & Society: The Link between Competitive Advantage and Corporate Social Responsibility”) puede incluirse dentro del enfoque del “shareholder” de Milton Friedman.
En este punto, no existen medias tintas. Tenemos dos alternativas mutuamente excluyentes:
1) O bien la empresa considera “el comportamiento ético” hacia los grupos de interés extra accionistas como un fin en sí mismo…
2) …o bien considera “el comportamiento ético” hacia los grupos de interés como un medio para alcanzar un fin superior: la generación de mayores retornos para los accionistas.
Estas dos alternativas pretenden enfocarse únicamente en nuestra motivación y no en los resultados de nuestra decisión. Es decir, sólo nos interesa indagar si el móvil que nos impulsa a implementar programas de responsabilidad es desinteresado (“es lo correcto, es lo que debe hacerse”) o si lo hacemos buscando un fin ulterior (“lo hacemos porque, al final de cuentas, nos conviene”).
Por lo tanto, no valen respuestas enmarcadas dentro de la tercera posición, como “lo hacemos porque creemos que es lo correcto, pero también porque nos brinda beneficios de reputación, etc.”. Esto es una contradicción. En términos de estructura lógica, equivaldría a afirmar: “Lo hacemos desinteresadamente, y también interesadamente”.
Alguien dirá: “Lo que usted plantea es una falsa dicotomía. Una empresa bien puede tener múltiples motivos para hacer RSE”.
A lo que yo respondo: “Si tiene múltiples motivos, entonces tiene al menos un motivo que no es desinteresado. Por lo tanto, la motivación por hacer RSE es interesada”.
Finalmente, debemos aclarar que hacer RSE por “motivos interesados” no es necesariamente negativo. Es muy válido hacer el bien por razones egoístas y los efectos sociales son igualmente positivos.
Algunas personas cumplen con la ley porque creen que “es lo correcto”. Otras personas cumplen con la ley por temor a ir a la cárcel. Pero, en ambos casos, la conducta resultante es socialmente positiva, más allá de cuál sea la motivación.
Análogamente, un niño que ha recibido una beca para estudiar estará agradecido ya sea que la empresa se la haya otorgado por motivos morales o “de negocio”. Para él, la dicotomía no es moral vs. prudencial, sino estudiar vs. no estudiar.
¿Y nosotros? ¿De qué madera estamos hechos? ¿Cuál es el móvil que impulsa nuestra política de responsabilidad?
Aquí podemos plantearnos unos interrogantes preliminares para ir esclareciendo nuestras motivaciones:
1) Durante lo peor de la crisis, ¿el presupuesto de RSE fue el primero que recortamos? (porque, en ese nuevo contexto, ya no servía para los fines de negocio).
2) ¿Hemos empezado a hacer RSE por iniciativa propia o como respuesta a una iniciativa de nuestros competidores? (porque, si ellos lo hacen, nosotros no podemos quedarnos atrás)
3) ¿Qué parte del presupuesto gastamos en difundir nuestras actividades de RSE? (¿Gastamos 100.000 en RSE y 3 millones en publicidad para difundir aquellas acciones?)
Estos interrogantes, aunque incompletos, ya nos dan una idea aproximada de nuestras motivaciones.
Y si queremos ir más allá, podemos practicar con el equipo de alta dirección el experimento mental del Anillo de Giges, que se plantea en el libro 2 de “La República” de Platón.
Giges era un ignoto pastor que, por casualidad, descubrió un anillo que le permitía hacerse invisible a voluntad. Y utilizó este poder para asesinar al rey de su país, seducir a la reina y quedarse con el trono.
Ahora bien, ¿qué haría nuestra empresa si tuviera el Anillo de Giges? ¿Qué haríamos si no tuviéramos que rendir cuentas a la sociedad de nuestros actos? ¿Qué haríamos si tuviésemos la certeza de que saldremos impunes de todo lo que decidamos hacer?
¿Qué haríamos si pudiéramos violar la ley sin que nos descubran? ¿Tiraríamos los desechos al río? ¿Cómo trataríamos a nuestra gente? ¿Cómo responderíamos a los reclamos de los clientes? ¿Qué cosas estaríamos dispuestos a sacrificar para aumentar la rentabilidad?
¿Seguiríamos financiando programas de RSE? ¿Seguiríamos confeccionando un Balance Social (si es que actualmente lo hacemos)?
Estas son algunas de las preguntas que, en un diálogo sincero, podríamos plantearnos en la próxima reunión con el equipo directivo. Con el Anillo de Giges en el dedo de la corporación, liberados de las preocupaciones de reputación y relaciones públicas, podríamos evaluar cuál es nuestra cultura de responsabilidad.