En el mundo de las empresas y de las organizaciones se vive un proceso de incesante cambio y transformación. La cantidad, profundidad y vertiginosidad de los cambios son de tal dimensión que presupone un continuo proceso de adaptación personal que conlleva no sólo una incesante actualización de los conocimientos y capacidades profesionales, sino que implica también un aprendizaje en niveles más sutiles y profundos de las personas, que abarcan las formas de vincularse, resolver conflictos, tomar decisiones, administrar el tiempo o gestionar sus emociones.
Entonces nos podríamos preguntar ¿Qué pasa cuando no lograrnos adaptarnos a los cambios? ¿Qué sucede cuando los desafíos que nos plantea nuestro desempeño laboral superan nuestra capacidad de actuar en consecuencia? Cuando esto acontece, muchas veces las personas entran en una situación de estrés. El estrés ha sido calificado como la epidemia del siglo XXI.
Para explicitar con mayor claridad esta respuesta, vayamos a una fundamentación basada en la biología. Todo organismo viviente está en un permanente equilibrio dinámico. Equilibrio entre sus componentes internos y con su medio ambiente. En el caso del ser humano este equilibrio dinámico se manifiesta entre lo físico, emocional y psicológico y también en relación con su entorno personal y laboral.
Todo proceso de equilibrio dinámico pasa por momentos de desequilibrio. Esto no es ni bueno ni malo, es absolutamente normal y natural que así suceda. En las distintas esferas en que nos movemos se nos van presentando diversos tipos de situaciones imprevistas, fuera de lo común o con creciente complejidad que presuponen el empleo de más atención, esfuerzo y energía. En estos momentos nuestro organismo entra en tensión, como forma de estar alerta y predispuesto para la acción. Pensemos, por ejemplo, en alguna ocasión en que íbamos manejando tranquilamente nuestro auto y en forma inesperada se produjo una situación de peligro. Súbitamente pasamos de la placidez de manejar relajadamente, a accionar de manera rápida y enérgica para evitar el choque. En un instante, nuestro cuerpo estuvo listo para actuar con la máxima rapidez y efectividad.
Pasado ese momento de peligro, cuando nos comenzamos a tranquilizar y a retornar a la situación de serenidad y calma, lo más probable es que hayamos podido detectar algunas señales corporales como un leve temblor en las manos, la respiración acelerada en la parte alta del pecho, tensión muscular, taquicardia o sensación de ahogo. Todos estos síntomas corporales son el resultado de la secreción de adrenalina que libera el cuerpo en forma automática ante una señal de peligro, y produce un estado físico y emocional que nos posibilita actuar rápida y efectivamente, como un acto reflejo.
Esta “señal de peligro” que percibimos en el entorno es totalmente subjetiva y no quiere decir que efectivamente exista un peligro. Podemos vivenciar la misma sensación cuando tenemos que presentar una propuesta en una reunión de gerentes, cuando nos plantean un trabajo nuevo o cuando tenemos que negociar un contrato. No importa cuál pueda ser la situación, lo que interesa es si nosotros la vivenciamos como una “situación estresante”. Es decir, no es el hecho en sí el que genera el estrés, sino nuestra interpretación de que esa situación puede acarrearnos algún tipo de “peligro” o que no sabemos cómo actuar debidamente ante ella. Cotidianamente podemos observar que ante el mismo hecho las personas reaccionan en forma muy diferente.
Si una vez pasadas estas situaciones se vuelve a reestablecer el equilibrio dinámico, todo retorna a transcurrir con normalidad. A esto se lo denomina eustrés o estrés positivo. El problema surge en los casos en que las situaciones de desequilibrio se nos presentan en forma persistente, como algo con lo que tenemos que convivir en forma cotidiana. Cuando percibimos nuestro entorno laboral como un escenario de riesgo permanente, el estrés prolongado puede generar una serie de síntomas físicos y psicológicos.
Cuando se pasa de una “reacción de alerta” de una duración momentánea a un “estado de vigilancia” sostenido en el tiempo, el organismo libera corticoides –principalmente cortisol- que generan el estrés cotidiano. Es decir, el estrés negativo o distrés se produce por la reacción del organismo a una “señal de peligro” de baja intensidad pero de larga duración. Una de las consecuencias de este estado de alerta permanente es que afecta el sistema inmunológico, baja las defensas naturales y, por lo tanto, deja expuesto al organismo a contraer enfermedades.
La Organización Mundial de la Salud define al estrés como: “la respuesta no especifica del organismo a cualquier exigencia de cambio”. Los cambios de índole laboral que son interpretados como amenazas del entorno y superan nuestra capacidad de acción efectiva, provocan el trastorno del estrés. Cuando las personas sienten que se les dificulta adaptarse a los desafíos del cambio permanente, cuando la efectividad en su desempeño está por debajo de los niveles requeridos, cuando se ven obligados a competir en forma excesiva, cuando no logran un desarrollo profesional acorde a sus expectativas o cuando ven amenazada su estabilidad laboral, lo más probable es que se genere una tensión emocional continua, comiencen a manifestarse síntomas de agotamiento físico y que esto conduzca a la crisis personal y posiblemente a la enfermedad.
En estos momentos, la opción puede ser pedir ayuda. La figura que emerge como la más idónea e indicada para asistir estos procesos de aprendizaje y cambio, es la del coach.
El coach es una persona entrenada para detectar las áreas de dificultad o las “barreras invisibles” que obstaculizan el crecimiento o dificultan el desempeño. Su rol es acompañar y facilitar el desarrollo de las potencialidades de las personas, ayudando a superar las trabas y resistencias que limitan su accionar y dificultan la concreción de sus objetivos.
El coaching es un proceso sistemático que facilita el aprendizaje y promueve cambios cognitivos, emocionales y conductuales que expanden la capacidad de acción en función del logro de las metas propuestas. En el coaching también se trabaja con la emocionalidad como predisposición para la acción. El coach acompaña a transitar la tensión emocional, a superar la ansiedad e incertidumbre del cambio y a generar el estado anímico necesario para afrontar el nuevo desafío y realizar el proceso de aprendizaje que posibilite al individuo efectuar las acciones necesarias que conduzcan a los resultados requeridos.