Todo lo que hacemos en nuestras vidas -incluidos los negocios- afecta a otras personas. Y todo lo que otros hacen nos afecta de alguna manera. Quiero contarles una historia que servirá para ejemplificar un concepto similar al del efecto mariposa, que resalta la importancia de estimar cómo nuestras decisiones afectan al mercado.
Seguramente muchos de ustedes hayan visto alguna vez algún capítulo de la serie “La dimensión desconocida”. Esta serie estadounidense creada (y a menudo escrita) por su narrador y anfitrión, Rod Serling, presentaba en cada episodio una fantasía o historia de ciencia ficción, que usualmente tenía un final inesperado Siempre fui fan del programa, sobre todo porque los capítulos dejaban un mensaje que muchas veces apliqué de alguna forma en mi vida.
En este caso, haré referencia a un relato en particular. Lo contaré como lo recuerdo, porque nunca más pude encontrarlo, sólo algunas versiones más modernas, que no tienen -a mi entender- comparación con la original.
María tenía tres hijos pequeños. Recientemente había perdido a su esposo en un accidente de tránsito. También se había quedado sin trabajo por las llegadas tardes y reiteradas ocasiones en las que tenía que retirarse antes por problemas con alguno de sus niños. Con más de 45 años conseguir un empleo era más que difícil. Sus ahorros ya habían desaparecido por completo y, como si fuera poco, el departamento en el que vivía llevaba 5 meses de deuda, con la amenaza del dueño de que ante un mes más de deuda se vería obligado a desalojarla.
María estaba desesperada y una vez más analizó la posibilidad de terminar con su vida. Sin embargo, la idea de dejar a sus hijos sin padres le impedía tomar tal decisión.
Un día, luego de hacer dormir a sus hijos, María se dispuso a tomar un té y tratar de pensar cómo podía cambiar su tan difícil situación. De repente escucho tres fuertes golpes en su puerta. De inmediato se levantó y se acercó a la puerta, asustada por la fuerza de los mismos y por el horario, temía que fuera el dueño con la terrible noticia del desalojo. Para su sorpresa, nadie respondió cuando preguntó quién era. A los pocos segundos se volvieron a repetir los tres golpes. Esta vez María abrió la puerta.
Frente a ella apareció un hombre alto, con traje negro, camisa blanca, una corbata muy fina, un sombrero antiguo y anteojos, todos estos también de color negro. De su boca colgaba un cigarrillo que parecía llevar años ahí.
El señor de negro se presentó como Mr. Jack. María preguntó asustada: “¿Qué necesita? ¿Quién lo envía?” Jack respondió: “No me envía nadie. Si me deja pasar le explicaré a qué he venido.”
En ese momento, María notó algo curioso que no había visto hasta ese instante. Jack llevaba en sus manos una caja negra con una llave de oro. La caja tenía las dimensiones de una caja de zapatos. Antes de dejarlo pasar, María le preguntó qué tenía en esa caja y le advirtió que le dijera para qué venía o no lo dejaría entrar.
Jack fue rotundo en su respuesta: “Esta caja tiene la solución para sus problemas”.
María sintió mucho odio y tomó esa respuesta como una burla. Sin embargo, luego de un instante, pensó que no tenía nada que perder. A lo sumo sería una pérdida de tiempo, de un tiempo que no valía nada.
María invitó al hombre a pasar. Le ofreció asiento, pero el hombre respondió: “No, gracias, lo que tengo que decir es breve”.
Antes de comenzar con la explicación, Jack realizó un paneo completo de la habitación y le comentó a María: “Debe ser difícil estar en su situación, sin trabajo, ni dinero y con tres niños”. Mario lo miró sorprendida, ella no tenía a nadie y eran muy pocos los que sabían de su situación. “¿Cómo sabe tanto de mí? ¿Qué quiere realmente?”, preguntó sorprendida.
“Entiendo su desconcierto -dijo Jack-, mejor pasaré a explicarle por qué estoy aquí. Es muy sencillo. Lo que tengo para ofrecerle es simple y de cumplirlo usted solucionará sus problemas. Lo único que tiene que hacer es abrir la caja girando la llave. Una vez hecho esto, se le acreditará en su cuenta bancaria 1 millón de dólares”.
María reaccionó con una carcajada y luego con enojo. Se levantó de la silla y le indicó con la mano que por favor se retirara. “¿Usted me quiere hacer creer que así de la nada yo recibiré un millón de dólares, sólo por abrir una caja? No le creo y además me ofende. Creo que se aprovecha de mi situación”, acusó.
Jack respondió: “Hay un detalle más que no le he comentado aún. Al abrir la caja, en algún lugar del mundo una persona morirá. Esta persona no es alguien que usted conozca o con quien tenga algún tipo de relación. Jamás la conocería o se relacionaría con ella. No es alguien que le haya hecho algo o que le pudiera hacer algo alguna vez. En resumen, para usted esa persona no es nadie. Tampoco sabemos si esa persona moriría igual abriendo la caja o no”.
María lo interrumpió bruscamente y una vez más volvió a pedirle que por favor se retirara. Esta vez Jack aceptó y se retiró sin decir más nada.
María cerró la puerta y se dirigió a su habitación. Entonces, se dio cuenta de que habían quedado sobre la mesa la caja con la llave. En ese mismo instante, abrió la puerta buscando al señor, pero él ya no estaba. Tampoco había dejado una tarjeta o algo que le permitiera contactarlo.
María estaba muy cansada y aturdida por todo lo sucedido, así que se fue a dormir. Al otro día, mientras preparaba el desayuno, recibió la no grata visita del dueño del departamento avisándole que ese mismo día debía abandonar el lugar o, de lo contrario, avisaría a la policía.
María sintió una vez más que su vida llegaba a un callejón sin salida.
Luego de enviar a los niños al colegio, se dispuso a realizar unos llamados en busca de algunos trabajos donde había dejado su currículum, todo fue negativo. Luego de colgar por última vez el teléfono y cerca del final del día, María agarró la caja y repasó mentalmente todo lo que había comentado el extraño hombre. Le parecía una locura, pero pensaba que no era lo correcto. No podía matar a alguien indirectamente sólo por una necesidad suya. Nada podía justificarlo, salvo el bienestar de sus hijos y su futuro. Sin darse cuenta había pasado más de una hora mirando la caja y repasando su vida y su situación actual.
María fue a buscar a sus hijos al colegio y cuando volvió a su casa la estaba esperando Jack. Mandó a sus hijos al cuarto y entró apurada. Jack la sostuvo del brazo y le dijo: “He venido a comunicarle que el dinero está depositado en su cuenta. La felicito, ha solucionado todos sus problemas. Ahora necesito llevarme la caja”.
María sentía muchísima vergüenza de lo que había hecho, pero por otro lado las palabras del hombre la habían tranquilizado: sus problemas habían desaparecido.
Jack se disponía a abandonar la casa, cuando María lo agarró de la mano y exclamó: “Esto no puede terminar así, ¡los milagros no existen! ¿Cómo sigue esto? ¿Adónde va usted?”.
Jack una vez más fue contundente en su respuesta: “Esto es sencillo. Ahora iré a darle esta caja a alguien que tiene que solucionar un problema muy grave”. “¿Quién es esa persona?”, preguntó María.
“Lamentablemente eso no puedo decírselo. Sólo le diré que esa persona no la conoce a usted, jamás la conocería o tendría algún tipo de relación con usted. En resumen, usted no es nadie para ella”, sentenció Jacky y se fue sin decir una palabra más.
Esta historia es sólo un disparador para pensar en algo común a las empresas y las personas. A menudo, el estar encerrados en nuestro día a día nos impide analizar y ver el impacto de nuestras decisiones en empleados, mercados, familia, etc. Y tampoco nos permite estar atentos a las decisiones que otros toman y que pueden afectarnos en el corto o mediano plazo.