Últimamente las noticias no son buenas para América Latina. Después de una “década dorada” (2002-2013), el viento de cola dejó de soplar. La marcada desaceleración económica que vive la región, sobre todo en América del Sur, y el estancamiento en la reducción de la pobreza vienen acompañados de un cuadro creciente de malestar social, agravamiento de la situación de los derechos humanos, graves escándalos de corrupción, un fuerte derrumbe de popularidad de muchos presidentes y condiciones de gobernabilidad más complejas en varios países.
Para la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), esta brusca desaceleración “no es coyuntural, sino que ha venido para quedarse”, es un “fin de ciclo”. El Fondo Monetario Internacional (FMI) confirma este sombrío pronostico corrigiendo a la baja su proyección de crecimiento regional para el 2015 a un anémico 1,3%. Las noticias tampoco son alentadoras en el plano social. Según un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (Cepal), entre 2013 y 2014 el nivel de pobreza se estancó en alrededor de 28% (167 millones de personas), mientras el índice de extrema pobreza subió levemente (pasó de 11,3 a 12%, para un total de 71 millones de indigentes), lo que podría ser una señal de alarma en el contexto de este nuevo ciclo de mayor incertidumbre económica y gobernabilidad mas compleja.
Repasemos rápidamente algunos contextos nacionales. Venezuela experimenta un aumento de la polarización, de la represión y la degradación institucional. El presidente Maduro intensificó durante las últimas semanas la persecución política contra la oposición y acaba de recibir de parte de la Asamblea Legislativa poderes especiales para gobernar hasta fines de 2015. En Argentina, la presidenta Fernández de Kirchner reaccionó enérgicamente contra la “marcha del silencio” (que tuvo lugar el pasado 18 de febrero, en homenaje a Nisman, el fiscal muerto); renovó su gabinete y alertó sobre una (supuesta) embestida judicial y mediática dirigida (según ella) a desestabilizar su gobierno.
La situación es igualmente compleja en los dos países más grandes de la región. En México, Peña Nieto desaprovechó el llamado “mexican moment” y ahora hace intentos desesperados para recuperar su agenda de reformas y salir bien librado en las próximas elecciones de medio periodo (7 de junio), que son clave para la segunda parte de su mandato de seis años.
Brasil vive una una tormenta perfecta: frenazo económico, corrupción política y bloqueo institucional. Rousseff, reelecta hace apenas cinco meses por estrecho margen, ve cómo una combinación tóxica de bajo crecimiento económico y alta inflacion, y escándalos de corrupción ligados a Petrobrás, provocan nuevas manifestaciones sociales de repudio a su gestión, tensionan la relación entre el Ejecutivo-Legislativo, aumentan la incertidumbre y producen un desmoronamiento de su popularidad.
En la región andina, si bien aún es prematuro calcular el impacto que tendría una caída permanente del petróleo (salvo la grave situación que afecta a Venezuela), lo cierto es que en varios países que la integran -Bolivia, Ecuador y Colombia- hay una creciente preocupación de parte de sus gobiernos. En Perú, el presidente Humala también con su popularidad en picada tuvo que oxigenar su alicaído gabinete para evitar el voto de censura. Por su parte, en Chile, la ambiciosa agenda de reformas que impulsa la presidenta Bachelet y los escándalos de corrupción y tráfico de influencias tienen a la derecha (caso Penta), y al gobierno y al oficialismo (caso Caval y arista Soquimich del caso Penta) enfrentados en una durísima batalla de ataques y denuncias.
En América Central, sobre todo en los países que conforman el Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras), la situación es particularmente preocupante a causa de la elevada pobreza y desigualdad, Estados frágiles, altos niveles de corrupción y de criminalidad, a lo que debe agregarse la grave penetración del narcotráfico y del crimen organizado.
Popularidad en picada y escándalos de corrupción. En paralelo, observamos un fuerte incremento de las denuncias de corrupción y tráfico de influencias, acompañadas con reclamos sociales de repudio a la impunidad.
Según el reciente informe de Transparencia Internacional (2014), los niveles de corrupción se mantienen estancados en nuestra región, señalando a Paraguay y Venezuela, seguidos por Honduras y Nicaragua, como los países más corruptos de América Latina. Varios de estos escándalos involucran directamente a los mandatarios o a sus allegados (México, Argentina, Chile y Perú), o bien a ex mandatarios (en Panamá la Corte Suprema acaba de abrir un proceso judicial en contra de el ex presidente Ricardo Martinelli) o a instituciones de gran peso (el escandalo de Petrobrás amenaza con convertirse en un verdadero terremoto político en el Brasil).
Estos cambios en el panorama económico y social de la región y los escándalos de corrupción traen consigo, en varios países, una caída pronunciada en los niveles de aprobación de los presidentes. De México a Brasil, y en Costa Rica, Venezuela, Perú, Chile y Argentina, para citar tan sólo unos pocos casos, los mandatarios ven con impotencia y preocupación cómo se desploman sus niveles de apoyo.
¿Nos encontramos ante un fin de ciclo? ¿Son estos fenómenos dolores de parto que anuncian un cambio de envergadura histórica no sólo en el panorama económico, sino también en el ánimo social y, en consecuencia, en el escenario político de América Latina?
En las doce elecciones presidenciales celebradas durante 2013 y 2014, este nuevo escenario, si bien complicó el triunfo de los oficialismos (sobre todo en América del Sur) obligándolos a ir a una segunda vuelta o bien arrojando resultados muy cerrados, no fue suficiente en la gran mayoría de los casos para forzar la alternancia. Pero, más allá de los recientes resultados electorales, lo que parece quedar cada vez más claro es que la combinación de estos factores (desaceleración económica, estancamiento de la reducción de la pobreza, aumento de las violaciones de los derechos humanos, denuncias de corrupción al alza y popularidad de los mandatarios a la baja) son una combinación explosiva que anticipa mayor conflictividad social y una gobernabilidad mucho más compleja en varios países de la región.
Me pregunto: ¿Tendrán las instituciones la capacidad para adaptarse a este nuevo y complejo escenario regional y poder dar respuesta a las demandas crecientes de una ciudadanía cada vez más exigente de su democracia, de sus derechos y de sus servicios públicos? ¿Cuentan los sistemas democráticos de la región con los liderazgos políticos y los amortiguadores institucionales necesarios para hacer frente (con menos recursos económicos disponibles debido al fin del boom de las materias primas) a condiciones de gobernabilidad más complejas y a situaciones de mayor conflictividad social?
De las elecciones previstas para este año, dos de ellas revisten particular relevancia a la hora de identificar señales sobre este potencial cambio de ciclo. Una, las parlamentarias de Venezuela (sin fecha definida aún), donde la oposición se encuentra en inmejorables condiciones de lograr un reequilibrio de poder entre el Ejecutivo y el Parlamento (en caso de que logre unirse y exorcizar sus demonios internos), pese a la represión creciente de parte de Maduro y a la falta de garantías para un proceso libre y justo. La otra, las presidenciales de octubre de Argentina, que no sólo podrían poner fin al largo periodo kirchnerista, sino también desalojar del poder al peronismo. ¿Sabrán y podrán las oposiciones en ambos países posicionarse como alternativas verdaderas y creíbles a dos oficialismos, hiperpresidencialistas y populistas, que pese a llevar en el poder más de una década aún conservan un importante núcleo duro de apoyo? Durante los próximos meses hay que poner la lupa sobre estos dos procesos electorales que prometen ser la madre de todas las elecciones.