El juego de palabras es interesante porque no necesariamente ambas frases significan lo mismo, aunque en su mente, estimado lector, despierten similares objetivos o le sugieran parecidas estrategias.
En todo caso, deben dar respuesta a uno de los principales retos de las empresas en la actualidad: la diferenciación. En un mercado excesivamente globalizado en el que los consumidores están expuestos diariamente a miles de impactos o de propuestas comerciales (permítanme que no les dé una cifra pues ésta sería tan variable como el método de los estudios que la calculan y la dificultad de poder precisarla), en el que los mecanismos de elección son cada vez más sofisticados e “inter-relacionables” (omnicanalidad) y en el que las personas han tomado el protagonismo en su relación con las marcas, posiblemente la única vía de supervivencia a medio plazo sea la de destacar claramente sobre la competencia.
En este escenario, las claves para una diferenciación real y efectiva han de ser:
• la correlación entre las expectativas de los clientes y la satisfacción obtenida,
• el mantenimiento o renovación de la propuesta de valor en los atributos del producto o del servicio que se ofrece, y
• el compromiso de contribución al bienestar de la sociedad donde la compañía interviene (desde donde se abastece de materias primas y las transforma, hasta donde produce y comercializa el resultado, y donde efectúa sus inversiones).
Estas condiciones conforman un triángulo virtuoso en el que los tres vértices (cliente, oferta y compromiso) han de procurar un mismo nivel de excelencia para mantener el equilibrio del sistema y para hacer a la empresa creíble y realmente singular.
Si recordamos las tres leyes de M.E. Porter para mejorar la competitividad de una empresa, las dos primeras, liderazgo en costes y estrategia de enfoque, están muy relacionadas con la formulación de las características de la oferta y con la segmentación de la propuesta, es decir con el producto y con los clientes.
La tercera está referida a la estrategia de diferenciación, que tiene que ver con las cualidades, no instrumentales, que incrementan el valor percibido de los productos y servicios por parte de los consumidores. Es decir, con la integridad de la compañía, su coherencia entre lo que “dice ser y hacer” y lo que realmente “es y hace”.
Las palancas que convencionalmente han servido de anclaje a las empresas que pretendían cierta diferenciación (precio, calidad, innovación y distribución) desde un punto de vista tangible, recientemente se han completado con tres, íntimamente relacionadas entre sí, que ocupan el plano intangible: la orientación real al cliente, la capacidad de emocionar y el posicionamiento ético de la compañía. En muchos casos, estas nuevas apuestas corporativas han significado la reinvención de toda la organización o, más complejo pero efectivo, de todo un sector.
De esta forma, y con modelos de responsabilidad social más comprometidos e implicados, los profesionales del marketing hemos impulsado áreas de actividad especializadas como el marketing con causa, marketing social, marketing responsable, marketing cultural, marketing ético, marketing ambiental?, que pretenden crear herramientas estratégicas para conectar empresa y mercado a través de una actividad caracterizada por lograr un beneficio para terceros mediante la compra de sus productos (Varadarajan & Menon), lo cual redunda en mayores rendimientos para la compañía que los pone en marcha que los que se obtienen para los beneficiarios.
El que haya un tercero que se favorezca directa o indirectamente de una acción comercial es un factor determinante para conseguir el “engagement” con el mercado, siempre que se haga de forma transparente y que el “patrocinado” no termine siendo fagocitado por la propia campaña de marketing.
Muchas ONG’s y proyectos solidarios o medioambientales reciben ingresos de la cesión de comisiones provenientes de la venta de productos, pero no llegan a formar parte de la memoria del propio consumidor que los ha comprado. En estas ocasiones, la ética de la acción queda ensombrecida por la cosmética de la comunicación o la promoción, que siendo eficaz termina por provocar en los clientes una pose altruista supeditada a la práctica del consumo por pura comodidad, y un vínculo emocional con la empresa promotora más que con el proyecto defendido.
Por esta razón, la causa (el objetivo) del marketing debería ser que las empresas se convirtieran en verdaderos motores del cambio sociocultural y no únicamente en generadores de beneficios (P. Kotler) de los que una parte ínfima sean destinados a proyectos solidarios.
Provocar el cambio, en sí mismo, es un potente elemento diferenciador, no sólo como nuevo modelo de negocio capaz de mirar con los ojos del cliente (“mapa de empatía” de A. Osterwalder) para conocer sus aspiraciones y motivaciones conductuales, sino también como motor para mudar el modelo de sociedad hacia esquemas más colaborativos y comprometidos interna y externamente.
El marketing con causa tiene fechas de lanzamiento y vencimiento. La causa del marketing nace con la empresa y evoluciona con y para ella misma y el bien común de la sociedad.
El juego de palabras, como vemos, no es trivial.