Podríamos decir que mentir es un acto de engaño, pero la distinción del mentir depende de nuestra escala de valores. Esto significa que lo que es mentira para mi, puede no serlo para otros…
– Yo le mentí a mi jefe, porque me presiona demasiado.
– Yo le mentí al cliente, porque de lo contrario no hubiera cerrado la venta.
– Yo le mentí a mi socio para que no me fastidie exigiéndome un trabajo que hoy no tengo ganas de hacer.
Lo cierto es que mentimos cuando de esa manera conseguimos algo que nos falta y que otro puede darnos, y esto no sólo concierne al dinero sino a
cualquier necesidad que satisfacemos por medio del engaño.
Los seres humanos mentimos constantemente, y basta observarnos en lo que hacemos para ir descubriendo las pequeñas mentiras cotidianas. La mayoría de
las veces ni siquiera reparamos en ello, porque esas “mentiras blancas” nos evitan problemas mayores y además no son “tan graves”.
Lo que para nosotros no es tan grave para los otros sí puede serlo. Basta saber que alguien nos descubre, para que nos invada de inmediato la
vergüenza o la incomodidad. Porque la mentira – por muy pequeña que sea- está hablando a gritos de nosotros mismo y para peor otorga una licencia
inmediata para que el otro también nos mienta (“vos me mentiste, yo te miento”).
Pero también nos mentimos a nosotros mismos, y de la misma manera que hacemos con otros, nos prometemos hábitos y cambios que no cumplimos.
La mentira en la empresa
Mentir en el trabajo es una costumbre que se ha vuelto demasiado habitual.
Tanto por parte del empleador (“si esta campaña sale bien, todos nos veremos beneficiados”) como por parte de los empleados (desde el “ayer estuve enfermo” hasta el “ya le mande el informe, no le llegó’?) La mentira es un acto temerario, al cual nos podemos volver adictos. Cuando mentir no nos duele, lo hacemos habitualmente y corremos el riesgo enorme de acostumbrarnos cada vez más a ello. Las mentiras suben de tono y las
consecuencias cada vez serán peores.
Pero sostener una mentira en el tiempo puede transformarse en una verdadera pesadilla.
El que dice una mentira no sabe qué tarea ha asumido, porque estará obligado a inventar veinte más para sostener la certeza de esta primera.
¿Qué hacer para no mentir(nos) más, o frente a quien nos miente?
Podemos comenzar por entender que la emoción de mentir tiene siempre como compañero al miedo: a ser descubiertos, a mostrar una debilidad o a que nuestra imagen se derrumbe. En una palabra: el miedo a las consecuencias.
Si podemos enfrentar ese miedo se abre una nueva etapa: la de abordar cada situación para plantear la manera de resolverla con madurez:
– tratar de que mi jefe comprenda que su excesiva presión no me hace trabajar mejor, sino todo lo contrario,
– esforzarme por presentar las ventajas de lo que vendo, para que mi cliente no sólo me compre, sino que además vuelva,
– sentarme a conversar con mi compañero, para ver qué pasa con el trabajo que decidimos realizar en conjunto, y como repartir las responsabilidades.
Hay que tener en cuenta, además, la importancia de explorar en la confianza como emocionalidad básica para que la mentira se torne innecesaria. Solo cuando podemos compartir con nuestro jefe o colega nuestra “conversación privada”, eso que me inquieta y que la cultura de la organización no considera apropiado hacer pública, entonces la mentira pierde sustancia y las redes de conversaciones mejoran.
¿Qué es más conveniente para un jefe? ¿Recibir una mentira o escuchar lo que realmente genera malestar en su empleado o colaborador y así poder administrarlo a favor de los objetivos? La respuesta es obvia. Sin embargo, muchas veces preferimos la mentira, quizás porque pensamos que tiene menos costos en el corto plazo!
Sabemos que los equipos que logran altos niveles de confianza logran resultados extraordinarios en la coordinación de acciones. Y lo que es más sorprendente es que los resultados alcanzados se sostienen en el tiempo.