Chris Argyris concibió la fórmula de “Rutinas Defensivas” para describir aquellos mecanismos psicológicos que tienden a refugiar a las personas en el plano de la seguridad y la “no exposición” a “situaciones difíciles”, bloqueando, al mismo tiempo, las posibilidades de generar progresos.
Un ejemplo sencillo de esto sería un empleado que, para evitar el riesgo de quedar en ridículo ante sus compañeros, omite un comentario de gran valor.
Lo interesante (y peligroso) es que estos mecanismos de protección se validan y homologan tácitamente en la cultura informal de las empresas.
Es así que se establecen normas implícitas de conducta tales como “no hacer nunca comentarios que puedan comprometer indirectamente el desempeño de otra persona”, o “prohibido tocar temas que puedan dejar en descubierto la falta de competencia profesional propia o de otros’”.
Ahora bien, este fenómeno se refleja de manera paradigmática en el campo de la negociación.
En efecto, frecuentemente advertimos rutinas defensivas que emergen para construir barreras de protección contra la manipulación y el regateo de la otra parte.
Algunas de las rutinas defensivas más habituales en negociación son las siguientes:
1) Ocultar información y no revelar intereses subyacentes
2) Evitar que la conversación derive hacia el plano de las emociones, donde nos sentimos incómodos
3) No dar lugar al otro para que utilice sus argumentos
4) Mostrarse firme y convencido de la “verdad absoluta” de nuestra posición
5) No mostrar signos de vulnerabilidad
6) Regatear y pedir más de lo que se espera
7) Ir a la negociación esperando el peor escenario posible para evitar sorpresas
El problema de estos mecanismos de defensa es que, muchas veces, terminan configurando una mesa de negociación centrada en la puja de posiciones y la distribución de valor.
Lejos de protegernos y mejorar resultados, no hacen otra cosa que menoscabar la confianza entre las partes, estimular la competencia y, en última instancia, alcanzar acuerdos subóptimos (o ningún acuerdo).
Tomar conciencia de estas prácticas automatizadas a la hora de manejar conflictos puede ayudarnos a advertir su naturaleza destructiva y evitar así refugiarnos en estrategias contraproducentes.
Solo así podremos abandonar las ideas de un modelo de negociación obsoleto y carente de potencial creativo. Veamos, a continuación, algunos comportamientos para lograrlo:
Utilizar la metacomunicación. Esto es, conversar explícitamente sobre cómo nos comunicamos y cuáles son las reglas de juego.
Por ejemplo, “hoy no hablaremos del tema de gastos. Será mejor hacerlo en reuniones individuales y no en estas reuniones de grupo, en las que resulta difícil exponerse”.
Practicar la escucha activa para pasar de posiciones a intereses. En vez de refutar defensivamente los argumentos del otro, las preguntas y el refraseo pueden ayudarnos a comprender qué es lo que al otro realmente le preocupa y equiparnos con información para destrabar la negociación, obtener resultados y cuidar la relación.
Conversar con apertura sobre las emociones. Al explicitar nuestras preocupaciones y miedos damos una oportunidad al otro para esclarecer su punto de vista. Y esto nos brinda, a nosotros, la posibilidad de verificar nuestros supuestos. De esta manera se puede generar confianza para compartir información sobre la mesa.
Crear valor con el otro antes de distribuirlo. Cuando comprendemos la negociación como una puja de suma-cero (todo lo que gana el otro lo pierdo yo), perdemos la oportunidad de explorar maneras de aumentar el tamaño de la torta para ambos, antes de distribuirla.
En definitiva, las rutinas defensivas son mecanismos de supervivencia que los humanos hemos ido adquiriendo a través de nuestra evolución.
Sin embargo, estas rutinas pueden convertirse en obstáculos cuando lo que queremos no es meramente sobrevivir, sino también convivir, crear valor, obtener resultados óptimos y mejorar nuestras relaciones.