Es my probable que titular el presente artículo con el dilema que suscita entre ciertos autores la práctica de novedosas técnicas comerciales, por parte de algunas empresas, haya sido más acertado que haberlo hecho con otro más descriptivo pero menos atractivo: “la doxástica del neuromarketing”.
Esta decisión no ha sido casual porque, después del primer párrafo, seguramente la curiosidad le conduzca a continuar leyendo. O quizá no. Pero en ambos casos su disposición a hacerlo o no responderá más a una decisión inconsciente que consciente. Aunque ahora mismo, estimado lector, crea estar seguro de que está haciendo lo que ha resuelto hacer.
Y esta es la gran virtud (doxástica) del neuromarketing, ya que ha permitido construir una disciplina que ha sido capaz de generar una representación de la realidad con unas determinadas características, que responden más a los razonamientos elaborados acerca de lo que creemos sucede en el cerebro de las personas ante cualquier estímulo externo, que lo que realmente estamos seguros acontece.
Aquí reside la gran paradoja de las neurociencias aplicadas al marketing, pero también su gran reto, ya que se ha propuesto explicar el comportamiento del consumidor en base a su actividad neuronal y, tras su análisis y categorización, tratar de comprenderlo y predecirlo dependiendo de la respuesta neurofisiológica.
El cerebro es demasiado complejo como para repetir los errores de la frenología de F.J. Gall o de la trasnochada teoría del “motivational research” de E. Dichter. No podemos caer en el reduccionismo de atribuir respuestas fisiológicas estereotipadas ante determinados estímulos, ni ceder la responsabilidad funcional absoluta de éstas a áreas concretas del cerebro.
Si bien es cierto que, en términos generales, determinadas zonas asumen funcionalidades concretas, sobre todo las relacionadas con las capacidades sensoriales y motoras, y las referidas a las reacciones primarias, de relación, emocionales y de razonamiento, no podemos decir que sean áreas estancas cuya activación determine una única respuesta.
La reciente descripción de la plasticidad neuronal y la intervención de infinidad de redes interconectando diferentes nódulos predice una complejidad enormemente mayor a lo imaginado.
Ya en 1954, P. Drucker se anticipó a la actual década de la mente cuando manifestó que el marketing es la visión del negocio desde la perspectiva del cliente. Pero se refería al cliente como ser que recoge en su interior una serie de necesidades que se pueden convertir en deseos, y también a sus creencias, valores, ilusiones y, sobre todo, a su capacidad para imaginar el futuro.
Y sobre estas bases creció la disciplina del marketing, perfeccionando sus técnicas y herramientas dentro de un modelo económico que ha favorecido la intervención sobre los consumidores, no para generar la satisfacción de sus necesidades, sino para mantenerlos en la continua expectativa de alcanzar, a través del consumo dirigido, momentos inexplicablemente felices (M. Wiegel).
No obstante, siempre se ha dicho que el consumidor tiene libertad para elegir, aunque esta regla sea la más atractiva de superar cuando las empresas intentan persuadirlos para que adquieran su marca.
Y en este juego de la persuasión es donde entra el neuromarketing. Pero el problema es que lo está haciendo, apoyándose en los avances de las neurociencias para incentivar el aprecio (suscitando la emoción y la respuesta inconsciente) que los consumidores tienen de una marca, sobre las mismas herramientas que T. Levitt y P. Kotler definieron hace décadas.
Antes hablábamos de cuota de participación en el mercado, ahora con estas técnicas queremos hablar de cuota de participación en el cliente. Es decir, qué posicionamiento aventajado puede una empresa tener respecto de su competencia en el cerebro del consumidor, aunque con ello sólo esté tratando de pulsar directamente la demanda de su producto.
En mi opinión el neuromarketing tiene un reto mucho más importante que el de apoyarse instrumentalmente en la neurociencia, y es el de hacer crecer y evolucionar la disciplina del marketing para, sobre el conocimiento en profundidad del funcionamiento del cerebro y de su capacidad para interpretar el mundo que le rodea, propiciar los mecanismos específicos que conecten linealmente la detección de una necesidad con el afloramiento de un deseo y con la generación de una demanda concreta. Demanda que ha de ser cubierta con una oferta que facilite el bienestar del consumidor, previamente al momento de la compra, en este instante y en los posteriores al consumo.
En lo que no podemos caer es en el riesgo de la manipulación con la excusa de la persuasión para consumir un producto o un servicio. Ahora bien, sí que se podría explorar el ámbito de la modificación de la conducta, aprovechando técnicas persuasivas, si están referidas a corregir malos hábitos o comportamientos insociales. Pero, cuidado, porque aquí entramos en un terreno pantanoso que merecería otra reflexión presidida por principios éticos.