“Yes, and how many times can a man turn his head, Pretending he just doesn’t see? The answer, my friend, is blowing in the wind” Bob Dylan
Hace unos días, Francisco Alcaide (especialista en management y desarrollo personal) publicaba en su blog el artículo titulado “50 claves para un networking eficaz”. En él recopilaba una serie de ideas que K. Ferrazzi recogía en su libro “Nunca comas sólo”, a las que también añadía algunas interesantes reflexiones de su propia cosecha. A través de twitter me atreví a sumar una más, que les dejo como preámbulo de lo que será el contenido de las próximas líneas: “entrega tus ideas a quien las pueda hacer crecer y comparte el deseo de hacerlas realidad”.
Después de lanzar ese tuit a la red, me quedé dudando acerca de si estaba siendo demasiado ingenuo al pensar que sería bien acogida por una parte más o menos importante de seguidores. La generosidad, aunque es un atributo humano que propicia, a la larga, beneficios espirituales y materiales a quien la practica, no suele ser muy ejercida cuando se refiere al acto de ceder ideas o aportar soluciones a los problemas de otros. Sobre todo en el ámbito profesional.
Los adultos somos la consecuencia, en términos generales y aún más en las sociedades occidentales, de principios tan arcaicos y perjudiciales como son la competitividad, el liderazgo excluyente, el esfuerzo solitario, el talento egoísta y el culto casi místico a la genialidad. Lo más desalentador es que todo ello, además, se ha aderezado con grandes dosis de pasión, más alineada con la ambición económica o de prestigio que con el goce de alcanzar una meta.
De esta forma, la espontánea e ilimitada capacidad creativa con la que nacemos va siendo condicionada y truncada por los sistemas educativos que se ocupan más de los contenidos que de las capacidades (K. Robinson), y por los modelos empresariales que tienden más a equiparar la bondad de las propuestas innovadoras con la altitud de los escalafones de la jerarquía que a reconocer la brillantez de los proponentes de la base de la pirámide (G. Hamel). En resumen, si no cambiamos la tendencia, los adultos creativos serán una especie en peligro de extinción, que sólo será protegida por las compañías que sí valoren y respeten sus cualidades.
En este escenario, quien tiene una idea tiene un tesoro porque su valor radica, no en la exclusividad, sino en la mágica capacidad para relacionar conceptos aparentemente inconexos, para desestructurar el todo en diferentes partes y recomponerlo con una configuración diferente y relevante, para buscar y aportar soluciones a un problema desde posiciones externas a él. Y en definitiva, para ejercer la libertad de pensamiento productivo (M. Wertheimer) que permita la desvinculación de cualquier lastre que impida la generación de nuevos modelos mentales.
Lo fascinante, no obstante, es que los pensamientos, las ideas, a pesar de todos los impedimentos que encuentran a su paso, crecen y prosperan por doquier. Están disponibles para ser captados, atendidos y desarrollados. Pero, ¿son propiedad de quien los encuentra y es capaz de darles forma y sentido?, o una vez definidos ¿pueden pasar a pertenecer al dominio público?.
Si algo caracteriza a todo proceso creativo, desde su génesis hasta la obtención de resultados, es el predominio de tres elementos definitorios: la alerta permanente para estar atentos a cualquier síntoma que dispare la imaginación y el deseo de indagar nuevos caminos y adoptar perspectivas diferentes para explorar nuevos horizontes (A. Einstein lo definiría como la curiosidad apasionada); la continua actitud de cambio frente a paradigmas impuestos y a conceptos preconcebidos, así como el cuestionamiento de los avances alcanzados y la reivindicación de los errores anteriormente producidos; y, por supuesto, grandes dosis de emoción porque de ella surgirá la intuición que hará alcanzar cualquier resultado y, una vez obtenido, mantendrá la atención dispuesta para seguir creciendo y prosperando hacia nuevas metas.
Alerta permanente, continua actitud de cambio y grandes dosis de emoción,… los vértices de un triángulo áureo llamado inconformismo. Mecanismo para la búsqueda permanente de la perfección.
Perfección que sería alcanzada si consiguiéramos añadir un cuarto elemento: la colaboración. Este ámbito es el único en el que el resultado del conjunto de las aportaciones, de las ideas, es mayor a la suma individual de cada una de ellas. Pero asumir este reto implica desprenderse de la aprehendida condición de que nuestras ideas, por haberlas pensado y creer que son a priori buenas e incluso geniales, son estrictamente nuestras. Y que cederlas debe ser a cambio de un precio ya que habrán sido objeto de una merecida protección con el título de propiedad intelectual.
La emergencia de sistemas colaborativos como el coworking y el creative commons (bajo la influencia de los modelos relacionales surgidos con las nuevas tecnologías) viene a poner de manifiesto la necesidad de reconocer que los procesos creativos e incluso la inteligencia no son propiedades privadas de quien los genera sino de quienes los ponen en marcha y de quienes los acogen, los hacen tangibles y les aportan valor.
De hecho, las ideas aquí recogidas dejarán de ser mías en exclusividad desde el momento en el que sean publicadas, y serán buenas cuando sean comentadas y enriquecidas por los lectores. Incluso, puede que usted ya hubiera pensado algo parecido. Las ideas están flotando en el aire, sólo hay que detectarlas y compartirlas para hacerlas crecer.