Al igual que tantas otras herramientas económicas, la noción de costo de oportunidad parece demasiado ingenua para ser útil o significativa. Pero frecuentemente son las ideas más sencillas las que se pasan por alto. Para comprobar esto, pregúntense a sí mismos: ¿explotaría alguien un negocio que produjera, por ejemplo, el 8 ó 10% sobre el capital invertido si ese mismo capital pudiera conseguir el 16% en otro negocio de un riesgo comparable?
Shlomo Maital define al costo de oportunidad con simplicidad: “Los economistas tienen una forma muy curiosa de definir y medir los costos. En lugar de preguntarse cuánto cuesta o cuánto hay que pagar por algo, insisten en determinar el costo de las cosas formulando la siguiente pregunta: ¿A qué tengo que renunciar para conseguir esto?” Esta interrogante más bien extraño tiene una gran capacidad analítica si se hace un uso frecuente del mismo. Todos los auténticos costos son oportunidades perdidas de una u otra clase, pero no todas las oportunidades perdidas se ven representadas en el talonario de cheques. Algunos costes tienen una extraordinaria habilidad para ocultarse.
A continuación un ejemplo de la vida real, cambiando algunos nombres para no revelar la fuente.
Francisco era un comerciante de la zona de recoleta, que tenía una ferretería en una de las esquinas más importantes del barrio. Todos lo conocían y contaba con una extensa lista de clientes. Era feliz y el negocio le permitía vivir muy bien. Pero un día no tuvo mejor idea que asistir a un curso sobre dirección de empresas y un profesor le dio una muy mala noticia: su negocio no era negocio, o por lo menos no como él creía.
Francisco recuerda ese día como uno de los peores de su vida de empresario. Él se encontraba cursando un módulo sobre Finanzas. De repente, el profesor a cargo hizo una pregunta: ¿Quién de ustedes tiene una empresa o comercio? Francisco, al ver que nadie levantaba la mano, comentó: “Yo tengo un negocio”. “Muy bien -dijo el profesor- y ¿gana dinero?” Francisco respondió afirmativamente. “¿Está seguro?”, volvió a preguntar el profesor. “Sí, estoy seguro”, retrucó. “Muy bien ¿se anima a hacer un caso sobre su comercio y ver si realmente gana dinero?”, insistió el profesor. Francisco aceptó, un poco enojado por la forma en que se había dado la conversación.
A continuación, el profesor le pidió que armara en el pizarrón su Estado de resultados. Básicamente ingresos, egresos y la rentabilidad neta.
Francisco lo hizo rápidamente. Cuando terminó, el profesor lo miró y le preguntó: “¿Está seguro de que esa es su rentabilidad neta? Le dije que usted no estaba ganando dinero o, mejor dicho, no él que usted cree.” Y procedió a explicarle.
Francisco había realizado un muy detallado estado de resultados, con todos los ingresos, los costos variables y los costos fijos y semi-fijos. Para sorpresa de todos, también había hecho
un análisis que incluía los impuestos, amortización, etc. Pero había obviado algo que el profesor preveía. No había incluido su sueldo, ni el alquiler del local.
Cuando el profesor le agregó un sueldo de gerente y un alquiler promedio de un local acorde a sus características en la zona, el resultado cambió bruscamente y pasó a ser negativo o cercano a cero.
Recordando sus años de contabilidad en la escuela secundaria y los dichos de su contador, Francisco -con una sonrisa en la boca- dijo: “Sólo deben registrarse los ingresos y egresos efectivamente realizados”.
“Tiene razón, pero el hecho de que no los haya pagado no significa que no existan. Eso es su costo de oportunidad”, explicó el profesor.
Esta experiencia le sirvió mucho a Francisco, quien unos meses después decidió mudar su negocio. Esto le permitió obtener una rentabilidad mayor, porque paga la mitad de lo que cobra por alquilar su local.
Éste es solamente uno de tantos ejemplos sobre el costo de oportunidad, algo que todos creemos conocer, pero que pocas veces usamos debidamente.