El modelo de líder que prevalece en las empresas suele ser una persona “de carácter” que toma decisiones en un abrir y cerrar de ojos.
En efecto, existe en las organizaciones un sesgo hacia la acción que propone que las decisiones se tomen rápido, para que no queden empantanadas en reuniones interminables o en excesiva burocracia.
En contextos de incertidumbre, sin embargo, este sesgo hacia la acción suele utilizarse para justificar el poder de la intuición o incluso la falta de análisis de aquellas decisiones que, por su complejidad, lo requerirían.
La cultura de “sacarse los temas de encima” funciona, para algunos ejecutivos, como una excusa para saltear las primeras etapas del proceso de decisión y abocarse de lleno a los detalles de la ejecución.
Así, muchas veces se exalta el valor de la intuición por sobre el análisis, incluso cuando la capacidad analítica de la que pueden valerse las empresas hoy sea enorme y provea muchas ventajas.
Se suele creer que si una decisión es producto del “estómago” tiene más mérito que si fue pensada. Aplaudimos al camarero que se acuerda de memoria nuestro pedido, en lugar de aplaudir al que anota y no se equivoca nunca.
En los últimos años, el enfoque más intuitivo ha tenido a su principal exponente en Malcolm Gladwell, autor de “Blink”. Los que pregonan que el análisis es crucial para el éxito, lo han encontrado en Thomas Davenport, autor de “Competing on Analytics”.
Sin embargo, no todas las decisiones pueden tomarse siguiendo un método ni tampoco en un parpadeo.
Desde los tiempos de Platón, la discusión sobre “razón o emoción”, “intuición o deducción”, o incluso “acción versus reflexión” se ha establecido como ejes opuestos, pero cada vez más empiezan a pensarse como enfoques complementarios más que competitivos.
Dos sistemas de pensamiento
El psicólogo Daniel Kahneman, premio Nobel en Economía de 2002, explica que existen dos sistemas de pensamiento.
El primero es rápido y automático. Este sistema entra en funcionamiento, por ejemplo, cuando calculamos la distancia entre dos objetos al caminar, o cuando reconocemos que alguien está enojado con sólo mirar su cara con el ceño fruncido. Este modo de pensamiento es muy veloz y no tenemos control sobre él. Sencillamente, es algo que nos pasa.
La intuición se nutre de este sistema de pensamiento no consciente que es fruto de la experiencia acumulada o la repetición.
A través de él, podemos “saber” incluso sin saber cómo es que sabemos (esto en las empresas puede resultar un problema a la hora de querer explicar cómo llegamos a nuestras conclusiones).
Este sistema de pensamiento nos puede hacer ganar mucho tiempo y es muy útil para muchas decisiones. A medida que adquirimos experiencia, lo utilizamos en una mayor variedad de situaciones en que la velocidad resulta crucial.
Sin embargo, los innumerables errores en los que podemos caer contando únicamente con nuestra intuición hacen que sólo los más experimentados puedan tener la confianza para tomar estas decisiones sin más fundamento que lo que dicta “el cuore”, “el estómago”, “las entrañas” y otras partes del cuerpo (menos la cabeza).
De este modo, la intuición deja de ser un “sexto sentido”, sino que queda reservada para aquellos que tienen el conocimiento adquirido de haber vivido muchas veces las mismas situaciones de decisión.
Siguiendo a Kahneman, existe un segundo sistema de pensamiento que es más lento y razonado pero que permite que lo controlemos.
Por ejemplo, si queremos calcular cuánto es 54 x 12 necesitamos acudir a él. Tomamos la decisión “voluntariamente” de hacer un ejercicio matemático para llegar a la respuesta. Buena parte de las decisiones de negocios que tenemos que tomar en entornos cambiantes requieren que “decidamos” evaluarlas.
Ahora bien, la “cultura de la acción” a la que nos hemos referido más arriba muchas veces hace que se subvalore el uso de abordajes más consistentes, o incluso de metodologías de toma de decisiones que, por supuesto, nunca sufren distracciones, fatiga, aburrimiento, ni enojos.
De hecho, si fuéramos el accionista de una empresa, ¿querríamos que nuestros ejecutivos, para mostrarse “dinámicos”, tomaran las decisiones rápidamente sin haber estudiado sus posibles consecuencias?
Un sistema ligado al otro
La intuición puede ayudarnos en las decisiones de negocios. Pero no podemos confiar ciegamente en ella. Necesitamos que el segundo sistema de pensamiento controle al primero.
Los líderes no pueden evitar que los pálpitos influyan en sus juicios, éstos aparecen cuando nos enfrentamos a una decisión sin que los convoquemos. Lo que sí pueden hacer es identificar las situaciones donde aparecen más probabilidades de estar sesgados, y fortalecer el proceso de decisión para reducir el riesgo.
Para elegir cuándo confiar en la intuición, necesitamos entender qué tipo de decisión tenemos enfrente y cuál es el impacto de sus posibles consecuencias.
En un reciente artículo de McKinsey sobre la intuición, sus autores Campbell y Whitehead recomiendan que, antes de decidir intuitivamente, realicemos cuatro testeos:
Familiaridad: ¿Experimentamos frecuentemente situaciones idénticas o similares?
Si contamos con un número suficiente de situaciones apropiadas para evaluar, nuestro juicio tiene más probabilidades de ser apropiado. Los maestros de ajedrez hacen jugadas en menos de seis segundos gracias a su experiencia en situaciones similares.
Lo más difícil es entender si la experiencia es “apropiada”, lo cual está relacionado con que las incertidumbres o los riesgos sean similares. Se necesita que pensemos “por qué esto podría salir mal”-
Feedback: ¿Es confiable el feedback que recibimos en situaciones similares?
La experiencia pasada sólo sirve si pudimos aprender las lecciones correctas. Y, para aprender, además de práctica, se necesita que el feedback sobre los aciertos y errores sea inmediato e inequívoco.
Si este feedback se demora o es ambiguo, el aprendizaje se desvanece y no podremos aprovechar la experiencia a nuestro favor. Si siempre recibimos feedback positivo, entonces tampoco será de utilidad.
Medir las emociones: ¿Fueron mensuradas las emociones que experimentamos en situaciones similares o relacionadas?
Nuestro cerebro cataloga las experiencias con etiquetas emocionales y son éstas las primeras que aparecen intuitivamente al pensar una decisión. Si estas cargas son muy fuertes, la balanza se inclinará muy rápidamente.
Saber, por experiencia personal, que los perros pueden morder es distinto que tener una infancia traumada de malas experiencias con perros.
La primera nos ayudará a interactuar con los perros. La segunda podría hacernos temer hasta al cachorrito más amigable.
Independencia: ¿Tenemos tendencia a ser influidos por intereses personales?
Si tuviéramos que decidir entre dos locaciones para nuestra próxima oficina y una de ellas fuera mejor desde un punto de vista personal, tengamos cuidado.
Nuestro subconsciente tendrá más emociones positivas para la locación que más nos conviene, independientemente del análisis racional que se pueda hacer sobre las ventajas y desventajas para la organización.
Si la situación falla en alguno de estos testeos, sabremos que necesitamos fortalecer el proceso de decisión para evitar el riesgo de resultados indeseados.
En definitiva, la intuición puede ayudarnos a ganar tiempo en algunas decisiones. Pero el riesgo involucrado por errores de interpretación, análisis y estimación, es alto.
Del mismo modo, también los riesgos derivados de no percibir que nuestra capacidad es limitada y que nuestros juicios están influidos, por ejemplo, por nuestro estado de ánimo o incluso por el cansancio.
Elegir el mejor método será clave para poder tomar decisiones a máxima velocidad al tiempo que nos aseguramos que estas decisiones nos lleven por el camino correcto y al mejor destino al que podamos llegar.