Uno de los tantos desafíos que enfrenta un coach es el de saber soltar a tiempo aquello que en un momento supo y pudo sostener. En el instante en que, por lo general, algo comienza a constituirse, algunas personas se ven compelidas a poner todo su esfuerzo y su energía para que eso que está en germen pueda desarrollarse y alcanzar todo su potencial.
Esta implicancia, necesaria para que las cosas funcionen, no los libra en algún momento de perder el propio centro. Un riesgo posible para el coach es, precisamente, que en su afán de que todos puedan desafiar sus creencias y descubrir de esa manera nuevas posibilidades en su accionar, llegue a un punto de inflexión en el que continúe intentando sostener lo que, para esa altura, es ya insostenible.
Luego de acompañar al otro a que aprenda a pararse sobre sus pies, llega un momento en el que el coach tiene que alejarse para permitir que ese otro comience a sostenerse por sí mismo.
¿Que sucede cuando no todas las personas que están dentro del programa no alcanzan el estándar esperado? No importa las razones: puede ser porque porque no tienen las distinciones necesarias para intervenir en ellos mismos y, como consecuencia, en los demás y eso hace que necesiten de una mirada más detenida y especializada que les permita sacar a luz aspectos más profundos de su personalidad, que pueden estar comportándose como obstáculos en su desarrollo personal y, al mismo tiempo, inhibiendo parte de sus capacidades. Es en este punto exacto donde emerge una realidad: el coaching no es la única alternativa posible. En algunos casos, para algunas personas, es necesaria la ayuda de un profesional de la salud.
Por todo esto, el coach debe tener la capacidad de visualizar cuándo es el momento apropiado para moverse hacia el costado, “soltar”, como mencionaba al inicio de esta nota. Si no, corre el riesgo de abrazar algo que se hunde irremediablemente y, como ocurre cada vez que alguien se calza un salvavidas de plomo, ser arrastrado hacia las profundidades.